El lago grasiento – T. Coraghessan Boyle

lago-grasientoHubo un tiempo en que la cortesía y los buenos modales estaban pasados de moda, cuando era bueno ser malo, cuando se cultivaba la decadencia como si fuera de buen gusto. En aquel entonces, todos éramos unos tipos peligrosos. Llevábamos chupas raídas, nos movíamos por ahí, encorvados de hombros y con mondadientes en la boca, esnifábamos pegamento y éter y lo que según alguien era cocaína. Cuando sacábamos los ruidosos coches de nuestros padres a la calle, dejábamos atrás una raya de goma de media manzana de largo. Bebíamos ginebra y mosto, Tango, Thunderbird y Bali Hai. Teníamos diecinueve años. Éramos malos. Leíamos las obras de André Gide y adoptábamos poses elaboradas para demostrar que todo nos importaba un carajo. Por la noche, íbamos al Lago Grasiento.

 Subiendo por el centro de la ciudad, a lo largo de la calle principal, pasando las urbanizaciones, los centros comerciales, los semáforos cediendo el paso a la tenue iluminación del río de faros y los árboles ciñendo el asfalto como un muro negro sin fisuras: ése era el camino que conducía al Lago Grasiento. Los indios lo llamaban Wakan, una referencia a la transparencia de sus aguas. Ahora era un lago fétido y turbio, las orillas de fango destellando con vidrios rotos y salpicadas de latas de cerveza y los restos chamuscados de las hogueras. Solo había una isla asolada a unos cien metros de la orilla, tan desprovista de cualquier vestigio de vegetación que parecía como si la fuerza aérea la hubiera bombardeado. Íbamos al lago porque todo el mundo subía hasta allí, porque queríamos olfatear la brisa preñada de posibilidades, fisgar a una chica cuando se quitaba la ropa y se sumergía en la oscuridad purulenta, beber cervezas, fumar marihuana, aullar a las estrellas, disfrutando del trepidante rugido del rock and roll en discordante contrapunto con el susurro primigenio de las ranas y los grillos. Eso era la naturaleza.

 Yo estaba allí una noche, a una hora ya avanzada, en compañía de dos tipos peligrosos. Digby llevaba una estrella de oro en la oreja derecha y dejaba que su padre le pagara los estudios en la Cornell; Jeff pensaba dejar la escuela para meterse a pintor/músico/propietario de una de esas tiendas donde venden artículos para fumadores de marihuana. Ambos eran expertos en reglas de urbanidad, rápidos con sus visajes de burla y desprecio, capaces de conducir un Ford con pésimos amortiguadores en una carretera llena de baches y surcos a ciento treinta y cinco kilómetros por hora mientras liaban un porro tan compacto como el palo de caramelo Tootsie Pop. Podían recostarse contra una tarima llena de amplificadores enormes y allí codearse con los mejores o salir a la pista de baile danzando como si sus articulaciones tuvieran cojinetes. Tenían estilo, eran diestros y raudos, y nunca se quitaban sus gafas de espejo, lo mismo las llevaban en el desayuno que en la cena, en la ducha, en los armarios empotrados, en las cuevas. En fin, eran malos.

 Yo conducía. Digby aporreaba con las manos el salpicadero y gritaba con los Toots & The Maytals mientras Jeff sacaba la cabeza por la ventanilla y veteaba la puerta del Bel Air de mi madre con su vómito. Principiaba junio y el aire soplaba suave como una mano acariciando una mejilla, era la tercera noche de las vacaciones de verano. Las primeras dos noches habíamos estado por ahí hasta el amanecer, buscando algo que nunca encontramos. Aquella tercera noche habíamos recorrido de arriba abajo la calle principal sesenta y siete veces, entrando y saliendo de cuanto bar y club se nos antojó dentro de un radio de treinta kilómetros, parando dos veces para comprar un cubo de pollo y hamburguesas de cuarenta centavos, mientras discutíamos si íbamos o no a una fiesta en casa de una chica que era amiga de la hermana de Jeff, y lanzábamos dos docenas de huevos a los buzones y a los autoestopistas. Eran las dos de la madrugada; los bares estaban cerrando. No había otra cosa que hacer que irnos al Lago Grasiento con una botella de ginebra con sabor a limón.

 Las luces traseras de un coche nos hicieron guiños cuando entramos en el aparcamiento de tierra con sus matas de malas hierbas y sus ondulaciones como de lavadero; era un Chevy del 57, en perfecto estado, de un azul metálico. Al otro lado del aparcamiento, como el dermatoesqueleto de un descarnado insecto cromado, una moto se apoyaba en su caballete. Y eso era todo lo que había de emocionante: algún motorista yonqui y medio tonto, y algún adicto a los coches tirándose a su novia. Sea lo que fuere lo que estábamos buscando, no íbamos a encontrarlo en el Lago Grasiento. No aquella noche.

 Pero, entonces, de repente, Digby trató de arrebatarme el volante. «¡Oye, es el coche de Tony Lovett!», gritó mientras intentaba pisar el freno y el Bel Air se acercaba hasta el brillante parachoques trasero del Chevy aparcado. Digby tocó el claxon, riéndose y dándome instrucciones para que encendiera las luces largas. Las encendí y las apague en un rápido parpadeo. Era divertido. Un chiste. Tony se vería obligado a sacarla prematuramente creyendo que iba a enfrentarse a unos policías de aspecto sombrío con linternas. Tocamos prolongadamente la bocina, y con los faros descargamos destellos estroboscópicos de alta velocidad, y salimos del coche para pegar nuestras caras jocosas en los cristales de las ventanillas del coche de Tony; a lo mejor hasta podíamos vislumbrar la teta de alguna zorrita. Luego le daríamos unas palmaditas en la espalda al avergonzado de Tony, armaríamos un pequeño jaleo amigable y, después, a perseguir nuevas aventuras dilatando los límites del atrevimiento.

 El primer error, el que desencadenó el alud, fue cuando se me cayeron las llaves. En medio de la excitación, al salir del coche con la botella de ginebra en una mano mientras en la otra llevaba los porros, se me cayeron en la hierba; en la hierba nocturna, misteriosa, pútrida y tenebrosa del Lago Grasiento. Fue un error táctico, tan perjudicial e irreversible como la decisión de Westmoreland de atrincherarse en Khe Sanh. Un error que presentí como un puñetazo intuitivo, y me quedé allí parado, junto a la puerta abierta, escudriñando vagamente en la noche que se encharcaba alrededor de mis pies.

 El segundo error —i nextricablemente ligado al primero— fue identificar el coche como el de Tony Lovett. Incluso antes de que aquel tipo saliera disparado del coche con toda su mala hostia, sus tejanos grasientos y sus botas de ingeniero, empecé a darme cuenta de que aquel azul metálico era mucho más claro que el azul color huevo de petirrojo del automóvil de Tony y que éste no tenía altavoces instalados en el asiento trasero. A juzgar por sus expresiones, Digby y Jeff también llegaban —vacilantes, pero inevitablemente— a la misma conclusión inquietante que yo.

 De todos modos, no había forma de entrar en razones con aquel camorrista grasiento: evidentemente, era un hombre de acción. La primera y brutal patada de cancán me la atizó con la puntera de acero de su bota debajo del mentón, rompiéndome mi diente favorito y dejándome tumbado en la tierra. Como un idiota, me había agachado para buscar las llaves entre las hierbas tiesas como cuchillos, formulando testudíneamente prolongadas asociaciones mentales, reconociendo que las cosas habían salido mal, que estaba metido en un buen lío, y que la llave de contacto extraviada era mi santo grial y mi salvación. Las tres o cuatro patadas que recibí después me las asestó principalmente en la nalga derecha y en el duro hueso sacro.

 Mientras tanto, Digby saltaba por encima de los parachoques que se besaban y le asestó un bestial golpe de kung fu en la clavícula al tipo grasiento. Digby acababa de terminar un curso de artes marciales para conseguir los créditos de educación física, y llevaba dos noches contándonos historias apócrifas al estilo Bruce Lee y hablándonos del puro poder de los golpes propinados con muñecas, tobillos y codos relampagueantes como si fueran resortes. El tío grasiento no se dejó impresionar. Simplemente retrocedió un paso, su cara como una máscara tolteca, y derribó a Digby de un solo puñetazo, directo, sonoro…, pero para entonces, Jeff también se había metido en la bronca, y yo empezaba a incorporarme de la tierra, con una mezcla de sobresalto, ira e impotencia atravesada en la garganta.

 Jeff estaba montado en la espalda del tipo, mordiéndole la oreja. Digby en el suelo, soltando tacos. Yo fui a por la llave de tuerca que estaba debajo del asiento del conductor. La guardaba allí porque los tipos pendencieros siempre guardan las llaves de tuerca debajo del asiento del conductor, precisamente para ocasiones como aquélla. Daba igual que no me hubiera visto metido en una pelea desde el sexto grado, cuando un niño con un ojo legañoso y dos arroyos de mocos colgando de los orificios nasales casi me rompió la rodilla con un bate de béisbol marca Louisville; daba igual que hasta entonces solo hubiera tocado la llave de tuerca exactamente dos veces para cambiar los neumáticos: estaba allí. Y fui a por ella.

 Estaba aterrado. La sangre se agolpaba en mis orejas, me temblaban las manos, mi corazón daba vuelcos como en una carrera de motocross equivocando las marchas. Mi adversario estaba sin camisa, y una sola cuerda muscular destelló a lo ancho de su pecho mientras se agachaba hacia delante para quitarse a Jeff de encima, como si fuera un abrigo mojado. «¡Hijoputa!», escupió, una y otra vez, y en ese momento me di cuenta de que los cuatro —Digby, Jeff y yo incluidos— coreábamos «Hijoputa, hijoputa», como si fuera un grito de guerra. (¿Qué sucedió después?, le pregunta el detective al asesino escudriñándolo a la sombra del ala de su sombrero Trilby ladeado. No sé, dice el asesino, algo me poseyó. Indudablemente.)

 Con la palma de la mano Digby golpeaba la cara del camorrista mientras yo me abalanzaba al estilo kamikaze, como un autómata, enfurecido, aguijoneado por la humillación —desde la primera patada en el mentón hasta este instante de primitivo instinto asesino no habían transcurrido más de sesenta segundos hiperventilados con las glándulas inundadas—; arremetí contra él y le pegué con la llave de tuerca en la oreja. El efecto fue instantáneo y pasmoso. Él era un especialista en trucos cinematográficos y estábamos en Hollywood, él era un globo enorme lleno de dientes haciendo muecas y yo un hombre con un alfiler recto y vertical. El tipo se desplomó. Se meó en los calzoncillos. Se cagó en los pantalones.

 Un solo segundo, grande como un zepelín, pasó flotando. Lo rodeábamos de pie, apretando los dientes, estirando los cuellos, contrayendo los músculos de los brazos, crispando las manos y sacudiendo las piernas espasmódicamente por las descargas glandulares. Nadie dijo nada. Simplemente mirábamos a aquel tío, el adicto de los coches, el ligón, el chico malvado y grasiento derrotado. Digby me miró; también lo hizo Jeff. Todavía empuñaba la llave de tuerca, en cuya curva había un mechón de pelo adherido, como pelusa de diente de león, como plumón. Nervioso, la solté dejándola caer al suelo, y ya imaginaba los titulares, las caras picadas de viruela de los inquisidores de la policía, el brillo de las esposas, el estruendoso sonido metálico de los barrotes, las grandes sombras negras alzándose desde el fondo de la celda… cuando, de repente, un alarido atroz y desgarrador me traspasó con la potencia de todas las sillas eléctricas del país.

 Era la zorra. Era bajita, estaba descalza, en bragas y con una camisa de hombre. «¡Animales!», gritó mientras corría hacia nosotros con los puños cerrados y la cara cubierta por unos mechones de pelo secados con secador de mano. Llevaba una cadena plateada en el tobillo, y las uñas de los pies destellaban en el brillo de los faros. Creo que todo sucedió por culpa de aquellas uñas. Desde luego, la ginebra y la marihuana, y hasta el pollo Kentucky Fried, podían haber influido, pero fue la visión de aquellos dedos de los pies llameantes lo que nos provocó; el sapo saliendo del pan en El manantial de la doncella, un niño manchado con pintalabios: ya era impura. Nos lanzamos sobre ella como los hermanos trastornados de Bergman —como los tres monos sabios, que no ven, ni oyen, ni hablan— jadeando, resollando, rasgando su ropa, apretando sus carnes. Éramos unos chicos malos, y estábamos asustados, acalorados, cachondos, y tres pasos más allá del límite; cualquier cosa podía pasar.

 Pero no pasó nada.

 Antes de que la pudiéramos empujar contra la capota del coche, nuestros ojos enmascarados por la lujuria, la avaricia y la maldad más puramente primitivos fueron deslumbrados por un par de faros entrando en el aparcamiento. Allí estábamos, sucios, ensangrentados, culpables, disociados de la humanidad y la civilización, con el primer crimen a nuestras espaldas, y el segundo a punto de consumarse, con trozos de medias de nylon y el elástico de un sostén colgando de nuestros dedos, con las cremalleras abiertas, relamiéndonos los labios; allí estábamos, atrapados en las luces de los focos. Pillados.

 Salimos pitando. Primero corrimos hacia el coche, y luego, dándonos cuenta de que no había modo de arrancarlo, hacia el bosque. No pensaba en nada. Pensaba solo en escapar. Los faros me perseguían como dedos acusadores. Desaparecí.

 Ram-bam-bam, corrí a través del aparcamiento, pasando por delante de la moto y entrando en la maleza feculenta que bordeaba el lago, con los insectos volando y chocando contra mi cara, flagelado por las malas hierbas, entre las ranas y las serpientes y las tortugas de ojos rojos que salían y chapoteaban en la noche: ya estaba hasta los tobillos de fango y agua tibia y aún seguía corriendo impetuosamente. Detrás de mí, los gritos de la chica iban en aumento, desconsolados, incriminadores, los gritos de las sabinas, de las mártires cristianas, de Ana Frank sacada a rastras del desván. Yo seguí huyendo, perseguido por aquellos gritos, imaginando a los polis y a los sabuesos. El agua me llegaba a las rodillas cuando comprendí lo que estaba haciendo: pretendía escapar nadando. Cruzar a nado el ancho Lago Grasiento y esconderme en el denso bosque que crece en la otra orilla. Allí nunca me encontrarían.

 Respiraba entre sollozos, entre gritos ahogados. El agua chapoteaba suavemente contra mi cintura mientras veía las ondas bruñidas por la luna, los felpudos de algas enmarañadas aferrándose a la superficie como costras. Digby y Jeff habían desaparecido. Me detuve. Escuché. La chica estaba más callada ahora, los gritos se habían convertido en sollozos, pero se oían voces masculinas, irritadas, excitadas, y el motor del segundo coche ronroneando al ralentí. Me adentré en aguas más profundas, sigiloso, acorralado, con el lodo chupándome las zapatillas de lona. Cuando estaba a punto de sumergirme —en el mismo instante en que bajé el hombro para dar la primera brazada cortante— tropecé con algo. Algo incalificable, obsceno, algo blando, empapado, cubierto de musgo. ¿Una masa de hierbas flotantes? ¿Un leño? Cuando alargué la mano para tocarlo, cedió como un pato de goma, cedió como la carne.

 En una de esas repugnantes epifanías para las que nos preparan las películas y la televisión y las visitas de la infancia a los velatorios para contemplar las encogidas facciones maquilladas de los abuelos muertos, comprendí qué era aquello que flo­taba tan inadmisiblemente en la oscuridad. Lo comprendí, y retrocedí horrorizado, asqueado, con la mente abruptamente tironeada en seis direcciones distintas (yo tenía diecinueve años, no era más que un niño, un chaval, y he aquí que en el espacio de cinco minutos había matado a un tipo grasiento y ahora chocaba con el cadáver de otro, hinchado de agua), pensando: las llaves, las llaves, ¿por qué demonios tenía que haber perdido las llaves? Trastabillé hacia atrás, pero el lodo se aferró a mis zapatillas deportivas, me arrebató una, y, perdiendo el equilibrio, de repente caí de bruces en la negra masa flotante, manoteando desesperadamente mientras evocaba la imagen de las ranas y las apestosas ratas almizcleras revolcándose en la marca negra de sus propios jugos delicuescentes. ¡Aaaaarrrgh! Salí disparado del agua como un torpedo, el cadáver giró sobre sí mismo mostrando una barba llena de musgo y unos ojos fríos como la luna. Debí de gritar, agitándome allí, entre las hierbas, porque de pronto las voces a mi espalda volvieron a avivarse.

 ¿Qué ha sido eso?

 Son ellos, son ellos: ¡ellos intentaron… violarme! —Sollozos.

 La voz de un hombre, con el acento monótono del medio oeste:

 ¡Hijos de puta, os mataremos!

 Ranas, grillos.

 Luego otra voz, áspera, con un dejo del Lower East Side de Manhattan, comiéndose las palabras:

 ¡Hijoputa!

 Reconocí el virtuosismo verbal del malvado chico grasiento con botas de ingeniero. A pesar del diente roto, de la zapatilla perdida, del fango, los líquidos viscosos y cosas peores que me empapaban, de estar agachado entre las hierbas, aguantando la respiración, esperando a que me apalizaran total y definitivamente, aunque acababa de abrazar a un fétido y espeluznante cadáver de tres días, a pesar de todo eso, de repente, sentí una ráfaga de alegría y reivindicación: ¡El hijo de la gran puta estaba vivo! Pero al instante se me helaron las tripas. «Salid de ahí, hijos de puta, maricones!», gritó el malvado tío grasiento. Soltó tacos hasta quedarse sin aliento.

 Los grillos empezaron de nuevo, luego las ranas. Me quedé aguantando la respiración. Súbitamente se produjo un sonido entre los juncos, un silbido, un chapoteo: ¡plaf, plaf! Estaban lanzando piedras. Las ranas se callaron. Me protegí la cabeza con las manos. Silbido tras silbido, ¡plaf, plaf! Un trozo de feldespato del tamaño de una bola de billar rebotó en mi rodilla. Me mordí un dedo.

 Fue entonces cuando se acordaron del coche. Escuché un portazo, una palabrota, y luego oí cómo hacían añicos los faros; casi era un sonido alegre, festivo, como cuando se descorchan botellas. Y luego vino la resonancia metálica de los guardabarros, metal contra metal, y después el estrépito glacial de los parabrisas. Avancé palmo a palmo, primero a gatas, luego arrastrándome, apretando el abdomen contra el todo, pensando en las guerrillas y los comandos de Los desnudos y los muertos. Aparté la hierba y miré el aparcamiento entornando los ojos.

 Las luces del segundo coche —un Trans-Am— seguían encendidas, bañando la escena en una misteriosa iluminación teatral. Blandiendo la llave de tuerca, el tío grasiento golpeaba la puerta del Bel Air de mi madre como un demonio vengador mientras su sombra subía por los troncos de los árboles. ¡Zas, zas! ¡Zas, zas! Los otros dos tíos —unos tipos rubios, con chaquetas del club estudiantil—­ ayudaban con ramas de árboles y pedruscos del tamaño de calaveras. Uno de ellos recogía botellas, piedras, lodo, envolturas de caramelos, condones usados, tapas de botellas de refrescos y otras porquerías y lo tiraba todo por la ventanilla del conductor. Pude ver a la zorra, una bombilla blanca detrás del parabrisas del Chevy del 57. «Bobbie», lloriqueaba haciéndose oír por encima de los golpes, «vámonos».

 El chico grasiento se detuvo un momento, apuntó para darle un buen trastazo a la luz trasera izquierda, y luego lanzó la llave de tuerca al centro del lago. Después, puso en marcha el coche y se largaron.

 Una cabeza rubia le dijo que sí a la otra cabeza rubia. Una le dijo algo a la otra en una voz demasiado baja para que yo la escuchara. Probablemente pensaron que ayudando a aniquilar el coche de mi madre habían cometido una imprudencia, y pensaron también que había tres chicos malos vinculados con ese mismo coche, observándolos desde el bosque. Tal vez también con­­cibieron otras posibilidades: la policía, el calabozo, jueces, reparaciones, abogados, padres airados, la censura de su club estudiantil. Sea lo que fuere lo que pensaron, de pronto dejaron caer las ramas, las botellas y los pedruscos y corrieron hacia su coche, al unísono, como si formara parte de una coreografía. Cinco segundos. Eso fue lo que tardaron. El motor rugió, las ruedas rechinaron, una nube de polvo se levantó del aparcamiento lleno de surcos, y luego volvió a depositarse en la oscuridad.

 No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmerso en la atmósfera pestilencial de la descomposición, con la chaqueta pesándome más que un oso, y el lodo primigenio amoldándose sutilmente a mi ingle y a mis testículos. Me dolía la mandíbula, sentía punzadas de dolor en la rodilla, me escocía el coxis. Me pasó por la cabeza la idea de suicidarme, me preguntaba si tendría que ponerme una prótesis dental, buscaba en los recovecos de mi cerebro alguna excusa que dar a mis padres: un árbol se había desplomado sobre el coche, el camión de una panadería chocó de lado con nosotros, alguien chocó con nosotros y se dio a la fuga, unos vándalos se cebaron en el automóvil mientras jugábamos al ajedrez en casa de Digby. Luego pensé en el hombre muerto. Probablemente era la única persona en el planeta que estaba metida en un lío mucho peor que el mío. Pensé en él, en la niebla sobre el lago, los inquietos insectos zumbando, y sentí el zarpazo del miedo, sentí cómo la oscuridad abría sus fauces dentro de mí. ¿Quién era, me pregunté, aquella víctima del tiempo y de las circunstancias que flotaba tristemente en el lago, a mis espaldas? Sin duda era el propietario de la moto, otro chico malo, más viejo que nosotros, que había terminado así. Acribillado a balazos durante un turbio asunto de drogas, ahogado borracho mientras se divertía en el lago. Otro titular. Mi coche estaba destrozado; él estaba muerto.

 Cuando la mitad oriental del cielo pasaba del negro a un azul intenso, y los árboles empezaron a separarse de las sombras, me levanté del fango y salí al descampado. Para entonces los pájaros habían empezado a relevar a los grillos, y el rocío salpicaba las hojas. Había un olor en el aire, puro y dulce a la vez, el olor del sol inflamando los capullos y haciéndolos florecer.

 Contemplé el coche. Yacía allí como los restos de un accidente en la carretera, como una escultura de acero que había sobrevivido a una civilización desaparecida. Todo estaba tranquilo. Eso era la naturaleza.

 Estaba dando vueltas alrededor del coche, aturdido y desaliñado como el único superviviente de un bombardeo aéreo, cuando Digby y Jeff salieron de entre los árboles que estaban detrás de mí. Digby tenía la cara manchada de tierra; la chaqueta de Jeff había desaparecido y del hombro de su camisa colgaba un jirón. Atravesaron el aparcamiento encorvando los hombros, parecían avergonzados, y sin hablar se pusieron a mi lado y miraron boquiabiertos el automóvil destrozado. Nadie dijo nada. Al cabo de un rato, Jeff abrió la puerta del conductor y empezó a quitar los cristales rotos y las porquerías del asiento. Miré a Digby. Se encogió de hombros.

 Menos mal que no rajaron los neumáticos —dijo.

 Era verdad: los neumáticos estaban intactos. No había parabrisas, los faros estaban rotos, y la carrocería, como si hubiera pasado por el martillo de una feria del condado donde cada mazazo cuesta veinticinco centavos, pero los neumáticos estaban llenos de aire hasta la presión reglamentaria. Podíamos conducir el coche. En silencio, los tres nos metimos dentro para quitar el fango y las astillas de vidrio de la tapicería. No dije nada del motociclista. Cuando terminamos, metí la mano en el bolsillo para coger las llaves, sentí una desagradable punzada en la memoria, me maldije a mí mismo, y empecé a buscar entre las hierbas. Casi enseguida las descubrí, a solo un metro y medio de la puerta abierta, destellando como joyas en la primera flecha de luz solar. No había motivos para ponernos filosóficos: me senté al volante y arranqué el motor.

 En ese preciso instante entró ruidosamente en el aparcamiento el Mustang plateado con las calcomanías de llamaradas. Los tres nos quedamos paralizados; entonces Digby y Jeff entraron en el coche dando sendos portazos. Vimos el Mustang balanceándose y meneándose encima de los surcos hasta que por fin se detuvo de un frenazo al lado de la motocicleta abandonada al otro lado del aparcamiento.

 Vamos —dijo Digby.

 Yo vacilaba, con el Bel Air ronroneando debajo de mí.

 Del Mustang salieron dos chicas. Tejanos estrechos, tacones de aguja, cabelleras como pelaje congelado. Se inclinaron sobre la moto, iban de acá para allá sin rumbo, y luego fueron hasta donde crecían los juncos formando una cerca verde alrededor del lago. Una de ellas hizo bocina con las manos: «¡Al!», gritó. «¡Oye, Al!»

 Vamos —susurró Digby—. Larguémonos.

 Pero era demasiado tarde. La segunda chica ya atravesaba el aparcamiento, inestable en lo alto de sus tacones, alzando la mirada hacia nosotros de vez en cuando. Era la mayor —tendría veinticinco o veintiséis años— y cuando se acercó pudimos ver que algo le pasaba: estaba colocada o borracha, avanzaba tambaleándose y agitando los brazos para recuperar el equilibrio. Me aferré al volante como si fuera la palanca de eyección de un jet en llamas, y Digby escupió mi nombre, dos veces, brusco e impaciente.

 Hola —dijo la chica.

 La miramos como zombies, como veteranos de guerra, sordomudos como esos vendedores ambulantes de chucherías que recorren las mesas de los cafés.

 Sonrió con sus labios agrietados y secos.

 Oíd —dijo, agachándose para mirar por las ventanillas—, ¿habéis visto a Al? —Sus pupilas eran puntas de alfileres, sus ojos, de vidrio. Indicó violentamente con la cabeza—. Aquélla es su moto…. la de Al. ¿Lo habéis visto?

 Al no sabía qué decir. Quería salir del coche y vomitar. Quería regresar a casa de mis padres y meterme en la cama. Digby me dio un codazo en las costillas.

 No hemos visto a nadie —dije.

 La chica parecía reflexionar, extendiendo un delgado brazo venoso para apoyarse en el coche.

 No importa —dijo, con lengua estropajosa—, ya aparecerá.

 Y entonces, como si acabara de darse cuenta del espectáculo —el coche destrozado y nuestras caras magulladas, la desolación del lugar—, dijo:

 ¡Eh, parece que sois unos chicos bastante malos!… ¿Habéis estado peleando, verdad?

 Miramos al frente, rígidos como catalépticos. Ella se puso a buscar en su bolsillo y masculló algo. Finalmente nos ofreció un puñado de pastillas envueltas en celofán:

 ¿Qué tal una fiestecita?, ¿queréis tomar algunas de éstas conmigo y con Sarah?

 Simplemente me la quedé mirando. Pensé que iba a echarme a llorar. Digby rompió el hielo.

 No, gracias —dijo, inclinándose sobre mí—. Otro día.

 Puse el coche en marcha y palmo a palmo avanzó gimiendo, soltando astillas de vidrio como un perro viejo cuando se sacude el agua después de un baño, saltando en los surcos encima de sus amortiguadores gastados, saliendo lentamente hacia la carretera. Hubo un destello de sol sobre el lago. Miré hacia atrás. La chica todavía estaba allí parada, mirándonos, con un hombro caído, la mano extendida.

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