En el año 32 Yamandú Rodríguez y yo hicimos una gira. Él recitaba poesía y yo tocaba el piano. Llegamos a una ciudad chica, donde Yamandú tenía muchos amigos y en seguida fuimos a ver al dueño del teatro; era un muchacho más bien bajo, erguido, caballeresco, usaba patillas y no nos quiso cobrar ni el alquiler de la sala, ni la luz, ni los programas. Los amigos de Yamandú consiguieron que varias instituciones -la Intendencia, los clubes, la biblioteca-, participaran en la compra de entradas. En un momento se vendieron todas y nosotros nos quedamos sin hacer nada.